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La crianza es un diálogo entre dos mundos. El 70% del vino reposa durante un año en la quietud y neutralidad del huevo de cemento, conservando intacta la frescura y la vibración de la fruta. El 30% restante madura en barricas de roble francés de 500 litros ya usadas, que no buscan aportar madera, sino apenas acariciar el vino para redondear su textura y aportarle complejidad. El resultado es un equilibrio perfecto entre la energía del cemento y la elegancia sutil de la madera.
Este es un vino que nace de una parcela única, de un suelo que le da nombre y carácter. La cosecha es un ritual manual, donde cada racimo llega a la bodega para ser despalillado por completo. La fermentación es un acto de confianza: arranca de forma espontánea con sus propias levaduras nativas dentro de huevos de cemento, que abrazan el vino y lo dejan expresarse sin interferencias. Durante 25 días, las pieles entregan su alma en una maceración lenta que busca la pureza por encima de la potencia, capturando la esencia mineral de Gualtallary.
En la copa, muestra un profundo rojo intenso y brillante, una promesa de la concentración que viene de la altura.
Su nariz es austera y desafiante, un viaje directo a la piedra: aromas a tiza, cemento húmedo y hierbas de montaña dominan sobre la fruta.
En boca es pura textura: tiene buen volumen y un nervio calcáreo que lo recorre de principio a fin, dejándolo fluir de manera elegante, fina y muy fluida. Un vino que no grita, susurra el lenguaje de su suelo.
En la copa, muestra un profundo rojo intenso y brillante, una promesa de la concentración que viene de la altura.
Su nariz es austera y desafiante, un viaje directo a la piedra: aromas a tiza, cemento húmedo y hierbas de montaña dominan sobre la fruta.
En boca es pura textura: tiene buen volumen y un nervio calcáreo que lo recorre de principio a fin, dejándolo fluir de manera elegante, fina y muy fluida. Un vino que no grita, susurra el lenguaje de su suelo.
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